Hizo
borrón y cuenta nueva. Quemó todos sus bártulos. Cada diario, cada
camisa; hasta las toallas de mano. Qué reconfortante, quemar. Sin
caer en la piromanía. ¡Qué balsámico el fuego! Sentía como si
sus sueños de juventud se hubiesen traspapelado entre facturas y
planos. Su inocencia, extraviada. Su curiosidad, cogiendo polvo en
algún cajón. Se sentía esclavo de un pasado ya inevitablemente
vivido. Y todavía no alcanzaba los veinte. ¿Sería siempre así?
¿Un progresivo deterioro de sus principios, ilusiones, ideales...?
¿Cómo aguantaban los demás? ¿Cómo habían pasado de los
cuarenta? Le parecía un reto inasumible sin drogas. Y así, atracó
su primera farmacia. Así eludió su libertad, abdicó de su libre
albedrío dejándose caer en uno de los muchos porvenires posibles,
sabiéndose un ser totalmente gratuito, milagrosamente no extinto,
vendido a la posibilidad permanente de dejar de ser.
Constantemente
se producen y se destruyen cosas en el universo. Aquella noche de San
Juan, ardió mucho más que madera y malos recuerdos. Ardió en una
sobredosis infinitesimal el hijo de nadie, el amigo de todos. Ardió
como un mar en calma, cerrando el círculo de su despedida en otra
pira.
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